jueves, 23 de febrero de 2017

12.- Dawn at sea

El Peñón comenzó a iluminarse de color naranja con las primeras luces del alba, el sol creando reflejos metalicos sobre la superficie de las antenas de radar situadas cerca de la cima. Eusebio, patrón del "Santa Tecla" contemplaba los reflejos mientras se aproximaba, planeando cuidadosamente su llegada a Algeciras: tras pasar toda la noche pescando frente a Marbella, regresaba con las bodegas bastante vacías. Pero por supuesto, habia oido por el canal de emergencia de la radio todo lo que había pasado con el avión, en vivo y en directo; y las noticias que le leía Paquito, su jefe de máquinas, leyendo el móvil a su lado, no daban muchos detalles.

Por eso dobló Punta Europa, la punta sur de Gibraltar, observando las casas de la colonia..., preocupado de lo que estarían seguramente pasando los habitantes de allá. Caos, confusión... dejó una buena distancia, como siempre, para evitar "embarazosos contactos imperiales" como solía decir Paquito. Sacó sus prismáticos para observar mejor: muchos camiones se movian de acá para allá por la zona militar. Eusebio imaginó que estaban en estado de alerta, evidente. Volvió a vigilar el rumbo que llevaban, cruzando la bahía de Algeciras para regresar a casa.

-¡Jefe! -gritó uno de los marineros desde la cubierta. Eusebio miró a través del cristal lo que señalaba, flotando en el agua cerca de la proa. Un chaleco salvavidas medio hundido. Redujo la velocidad del pequeño pesquero instintivamente.

Dos chalecos. Tres. Trozos de... cosas desconocidas, plásticos, flotando en el agua a su alrededor. ¿De dónde...?

-Esto va a ser del avión, jefe -dijo Paquito señalando hacia tierra. Pues claro. Estaban cerca de la zona del aeropuerto, justo entre el Peñón y tierra firme. No se veía mucho con la neblina mañanera, asi que echó mano de los prismáticos de nuevo. Allí estaba: medio hundido en el agua, un avión de pasajeros; seguramente se había salido de la pista al aterrizar y había salido sobre el rompeolas y hacia la bahía. Por suerte había poca profundidad y sólo la cabina estaba casi sumergida. Las puertas estaban abiertas y las rampas hinchables, todas desplegadas a ambos lados, colgando de las puertas.

-Acerquémonos -dijo de pronto, volviendo a la cabina y girando el timón a estribor.
-Jefe -replicó Paquito- ¿es seguro?
-Hay chalecos salvavidas por todas partes -explico el patrón-, algún pasajero, igual hasta un herido, podría haber caido al agua y ser arrastrado por la corriente en mitad de la noche. Estamos obligados, joder.
-Ellos no nos han pedido ayuda -dijo el maquinista con algo de resquemor.
-¿Ellos? Ni falta que hace. En el mar es un deber echar una mano. Vamos a llamar por radio para avisar.

No hubo necesidad. Un grito de alarma le hizo salir de nuevo de la cabina, poniendo la maquina en punto muerto. De la neblina habia salido una patrullera británica, a toda máquina hacia ellos, apuntandoles con un foco de luz.

-¿Pero dónde va...? -maldijo el patrón. La patrullera se puso a su lado, reduciendo su velocidad de golpe y sacudiendo el pesquero de lado a lado con una ola repentina. HMS Scion, decía en su costado. Eusebio no era la primera vez que la veía, claro. Reconoció la familiar silueta de su capitán: todos se conocían en aquella piscina que era la bahía...

-Abandonen la zona de inmediato -dijeron autoritariamente por el altavoz los ingleses-. Repito. Abandonen esta zona. Estan en aguas militares en una situación de emergencia.
-Venimos a ayudar -gritó Eusebio sin sacar su megáfono; al fin y al cabo les separaban cuatro metros escasos de casco a casco-, hemos visto restos y chalecos y sólo queremos...
-Abandonen la zona -repitieron los ingleses- o abrimos fuego. Abandonen. La. Zona.

Eusebio se sobresaltó al ver a un par de marinos ingleses salir a cubierta empuñando fusiles. ¿Pero qué cojones? Pensó. Las amenazas veladas o los tiros al agua con la ametralladora de proa eran parte del juego, chico malote, que jugaban siempre las patrulleras gibraltareñas, pero ¿esto? ¿soldados apunt´´andonos... a nosotros?

-Vámonos, jefe -susurró Paquito a su espalda. Por una vez, Eusebio estuvo de acuerdo. Tragandose su orgullo, volvió al puesto de mando y arrancó el motor para poner proa a Algeciras. No sin antes sacar la mano por la ventanilla y mostrarles una estupenda peineta.

La respuesta desde la Scion fue una ráfaga de ametralladora que duró varios segundos, y que hizo espumear el agua a su alrededor. Gritos en el barco español.
-¡Echaros al suelo, joder! -chilló Eusebio, haciendo lo propio, sólo manteniendo su mano en la palanca de las máquinas, a tope hacia delante, acelerando el pesquero para escapar de aquello. Se rompió un cristal de la cabina sobre su cabeza. Aquello era una locura.

Segundos después, cuando consideró que se habían alejado lo suficiente, se atrevió a ponerse en pie. El pesquero se alejaba en linea recta del Peñón y de aquella patrullera que, aún costaba creerlo, les había disparado. A su alrededor todo eran gritos y juramentos.

-Callaos un momento -gritó Eusebio, más fuerte que su tripulación-.¿Estáis todos bien? ¿Nos han dañado cosas? Aquí han roto un cristal de la cabina
-¡Hay un par de agujeros de bala aquí en la popa! -gritó alguien-. ¡Como hayan jodido la máquina! ¡Qué hijos de puta que son!
-He preguntado -insistió Eusebio, súbitamente inquieto-, si estáis todos bien.

Todos se miraron unos a otros, con cara de susto.
-¿Donde está Paquito?

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